X


[ Pobierz całość w formacie PDF ]

amarilla y corrosiva.
Sólo la botella de vino estaba indemne. Giles Habibula la alzó en dirección al sol rojo,
mir�ndola con ojos tiernos.
 �brela  sugirió Hal Samdu . Necesitamos algo... Giles Habibula tragó saliva, con
pesar, y meneó despacio la cabeza.
 �Ah, no, Hal!  dijo muy serio . Cuando lo hayamos consumido no quedar� m�s.
Ni una preciosa gota de vino en todo este p�rfido continente. �Ah, no! Hemos de
reservarlo para una hora de mayor necesidad.
Depositó firme pero cuidadosamente la botella sobre la arena negra.
Despu�s de desechar las pistolas inutilizadas, consumieron todos los v�veres que se
hab�an salvado y se pusieron, complacidos, las ropas, ya medio secas. Aun bajo la
radiación continua del sol próximo, y bajo el manto de gas rojo que absorb�a el calor, la
atmósfera distaba de ser tropical. John Star vendó de un modo sumario las heridas que
hab�a recibido en el muslo y el tobillo durante el viaje hasta la costa. Giles Habibula
introdujo en uno de sus amplios bolsillos la botella de vino, bien envuelta para preservarla
de los golpes. Y se internaron en la selva.
En torno a ellos se levantaban tallos negros, gruesos y carnosos, entrelazados sobre
sus cabe/as en un caos ininterrumpido, erizados de espinas afiladas como cuchillos y con
bordes dentados. El espeso techo ocultaba por completo el cielo escarlata. Apenas una
l�gubre penumbra ensangrentada se filtraba hasta el suelo de la selva.
Eligieron su camino con infinita cautela bajo aquella punzante mara�a, pero todas sus
precauciones fueron insuficientes. La ropa sufrió los efectos, y pronto todos ellos
empezaron a sangrar por una docena de peque�os tajos que con el veneno de las
espinas escoc�an dolorosamente. No tardaron en encontrarse con un peligro m�s
sobrecogedor.
 Hay una ventaja  estaba comentando Jay Kalam . Si las espinas nos fastidian a
nosotros, tambi�n ahuyentan a cualesquiera enemigos que... �agh!
Un grito estrangulado cortó su. explicación. John Star se volvió a tiempo para ver cómo
una larga cuerda purp�rea lo levantaba del suelo. Colgando de las sombras escarlatas del
techo vegetal, se hab�a enroscado dos veces alrededor del cuerpo de Jay Kalam y hab�a
aplicado una ventosa terminal contra su garganta. Jay Kalam se debat�a con vigor, pero
estaba indefenso, a merced del tent�culo de tres cent�metros de grueso, que se contra�a
implacablemente. Lo izó con presteza hacia la mara�a de espinas negras.
Con la daga en alto, John Star saltó detr�s de �l, pero ya se hallaba fuera de su
alcance.
 �L�nzame, Hal!  gritó.
El gigante le tomó por la rodilla y el muslo y lo despidió con fuerza hacia arriba, en
dirección al techo de espinas iluminado de rojo. Con la mano extendida atrapó una espiral
del resistente cable purp�reo. �ste se encogió al instante, formando otro anillo para
rodear su cuerpo.
Aferrado al cable con una mano, lo aserró, por encima del hombro de Jay Kalam, con la
daga que empu�aba en la otra. Se rasgó la dura piel purp�rea. Por su brazo chorreó un
hilillo de color violeta, que pod�a ser savia o sangre. �l lo ignoraba. En el interior, unas
fibras duras formaban el n�cleo, que no era tan f�cil de cortar.
Una espira se deslizó sobre sus hombros y apretó con fuerza brutal.
 Gracias, John  susurró Jay Kalam d�bilmente, con voz ahogada, pero sin dejarse
vencer por el p�nico . Esc�pate t� mientras puedas.
�l siguió aserrando y cortando en silencio.
De pronto el l�quido chorreante se enrojeció. Comprendió que era la sangre de Jay
Kalam.
El cable purp�reo se contrajo espasmódicamente, con fuerza agónica.
 Demasiado... tarde... Lo lamento... John.
El p�lido rostro de Jay Kalam se relajó.
Hizo un �ltimo y desesperado esfuerzo mientras una presión insoportable le vaciaba los
pulmones con un largo estertor. El cable viviente quedó cortado. Ambos cayeron.
Cuando John Star volvió en s�, hab�an salido de la jungla.
Yac�a boca arriba, en un peque�o claro cubierto por una hierba suave, de hojas
delicadas, de un color azul brillante y met�lico. Abajo alcanzó a ver, por encima de la
selva de espinas negras, el oc�ano aceitoso, amarillo, como un desierto de oro refulgente
iluminado por el sol.
Sobre sus cabezas se levantaban las cordilleras de monta�as negras. Vastos terrenos
en declive sembrados de pe�ascos tit�nicos. Precipicios desnudos, escabrosos. Barreras
de picos detr�s de barreras de sombras, picos ciclópeos cuyas cumbres melladas
aserraban con sus bordes oscuros, el cielo rojo y l�gubre.
Jay Kalam yac�a junto a �l sobre la hierba azul, todav�a sin conocimiento. Hal Samdu y
Giles Habibula estaban atareados junto a una peque�a fogata, a orillas de un peque�o
torrente que atravesaba el prado. Incr�dulo, captó el olor de carne asada.
 �Qu� sucedió?  preguntó, y se incorporó con dificultad, sintiendo los miembros
doloridos. Las heridas de las espinas se hab�an inflamado.
 �Ah! �Has despertado al fin, muchacho?  exclamó con alegr�a Giles Habibula .
Bien, muchacho, Hal y el pobre viejo Giles os sacaron a los dos de la endemoniada selva,
despu�s de que cayeron envueltos en el extremo de ese vil tent�culo. El trayecto no fue
muy largo. Aqu�, en el valle, Hal le arrojó la lanza a un animalito que pastaba en el prado
azul, y yo saqu� chispas de las piedras para encender fuego. �sa es la historia,
muchacho. Pero tenemos que escalar estas endemoniadas monta�as, cuando t� y Jay
est�is repuestos, y sólo la vida sabe qu� terrores espantosos nos aguardan all�. Si esa
p�rfida cuerda purp�rea es un ejemplo... �Ay de m�, muchacho! Esta vida es demasiado
dura para un pobre viejo d�bil como Giles Habibula, que merece estar sentado en alguna
parte, en una bendita mecedora, con un sorbo de vino para hacerle olvidar a su tierno
corazón la pena que le agobia.
Miró con sus ojos saltones el bulto que le deformaba el bolsillo.
 �Ah, s�! Tengo una endemoniada botella. Pero debemos reservarla para la hora de
mayor necesidad... Vendr� pronto, la vida lo sabe, porque nos espera un continente
poblado de horrores.
Cuando Jay Kalam y John Star estuvieron repuestos, empezaron a escalar la barrera
monta�osa. Sobre desprendimientos de colosales pe�ascos negros, trepando por cuestas
desnudas y escarpadas, cruzaron una cadena monta�osa tras otra, siempre para
encontrar de nuevo una cordillera a�n m�s salvaje, m�s escabrosa.
El descomunal sol rojo, que era su br�jula, rodó lentamente a trav�s del lóbrego cielo
escarlata, a lo largo de su extensa semana de traslación. A menudo tuvieron hambre, y a
menudo tuvieron sed, y siempre estaban mortalmente cansados. A medida que sub�an el
aire se volv�a m�s enrarecido y fr�o, hasta que llegó un momento en que nunca ten�an
calor, en que el menor esfuerzo les dejaba exhaustos.
A veces mataban animalitos que pastaban de la hierba azul, y los asaban mientras
descansaban. Beb�an el agua de los torrentes helados de la monta�a. Dorm�an un poco,
temblando bajo la luz del sol, y siempre uno de ellos montaba guardia.
 Tenemos que seguir adelante  les azuzaba siempre Jay Kalam . No debemos
permitir que la noche nos sorprenda aqu�. Ser� una semana de tinieblas y fr�o aterrador.
No podr�amos soportarlo a la intemperie.
Pero el sol ya casi hab�a llegado al ocaso cuando escalaron la �ltima cordillera. Se
encontraron con una enorme meseta, deshabitada hasta donde alcanzaba la vista, negra,
hostil y desolada. Sobre ella se apilaban masas de rocas oscuras marcadas por antiguos
cataclismos volc�nicos. En el cielo, cada vez m�s en tinieblas, pend�a el sol agonizante,
cuyo disco siniestro ya hab�a sido mordido por colmillos de piedra oscura.
 Si nos quedamos aqu�, estamos condenados a muerte  afirmó Jay Kalam .
Tenemos que seguir avanzando.
Y continuaron su avance, respirando con dificultad el aire enrarecido, c�ustico; [ Pobierz całość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • gim1chojnice.keep.pl