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amarilla y corrosiva.
Sólo la botella de vino estaba indemne. Giles Habibula la alzó en dirección al sol rojo,
mirándola con ojos tiernos.
Ábrela sugirió Hal Samdu . Necesitamos algo... Giles Habibula tragó saliva, con
pesar, y meneó despacio la cabeza.
¡Ah, no, Hal! dijo muy serio . Cuando lo hayamos consumido no quedará más.
Ni una preciosa gota de vino en todo este pérfido continente. ¡Ah, no! Hemos de
reservarlo para una hora de mayor necesidad.
Depositó firme pero cuidadosamente la botella sobre la arena negra.
Después de desechar las pistolas inutilizadas, consumieron todos los víveres que se
habían salvado y se pusieron, complacidos, las ropas, ya medio secas. Aun bajo la
radiación continua del sol próximo, y bajo el manto de gas rojo que absorbía el calor, la
atmósfera distaba de ser tropical. John Star vendó de un modo sumario las heridas que
había recibido en el muslo y el tobillo durante el viaje hasta la costa. Giles Habibula
introdujo en uno de sus amplios bolsillos la botella de vino, bien envuelta para preservarla
de los golpes. Y se internaron en la selva.
En torno a ellos se levantaban tallos negros, gruesos y carnosos, entrelazados sobre
sus cabe/as en un caos ininterrumpido, erizados de espinas afiladas como cuchillos y con
bordes dentados. El espeso techo ocultaba por completo el cielo escarlata. Apenas una
lúgubre penumbra ensangrentada se filtraba hasta el suelo de la selva.
Eligieron su camino con infinita cautela bajo aquella punzante maraña, pero todas sus
precauciones fueron insuficientes. La ropa sufrió los efectos, y pronto todos ellos
empezaron a sangrar por una docena de pequeños tajos que con el veneno de las
espinas escocían dolorosamente. No tardaron en encontrarse con un peligro más
sobrecogedor.
Hay una ventaja estaba comentando Jay Kalam . Si las espinas nos fastidian a
nosotros, también ahuyentan a cualesquiera enemigos que... ¡agh!
Un grito estrangulado cortó su. explicación. John Star se volvió a tiempo para ver cómo
una larga cuerda purpúrea lo levantaba del suelo. Colgando de las sombras escarlatas del
techo vegetal, se había enroscado dos veces alrededor del cuerpo de Jay Kalam y había
aplicado una ventosa terminal contra su garganta. Jay Kalam se debatía con vigor, pero
estaba indefenso, a merced del tentáculo de tres centímetros de grueso, que se contraía
implacablemente. Lo izó con presteza hacia la maraña de espinas negras.
Con la daga en alto, John Star saltó detrás de él, pero ya se hallaba fuera de su
alcance.
¡Lánzame, Hal! gritó.
El gigante le tomó por la rodilla y el muslo y lo despidió con fuerza hacia arriba, en
dirección al techo de espinas iluminado de rojo. Con la mano extendida atrapó una espiral
del resistente cable purpúreo. Éste se encogió al instante, formando otro anillo para
rodear su cuerpo.
Aferrado al cable con una mano, lo aserró, por encima del hombro de Jay Kalam, con la
daga que empuñaba en la otra. Se rasgó la dura piel purpúrea. Por su brazo chorreó un
hilillo de color violeta, que podía ser savia o sangre. Él lo ignoraba. En el interior, unas
fibras duras formaban el núcleo, que no era tan fácil de cortar.
Una espira se deslizó sobre sus hombros y apretó con fuerza brutal.
Gracias, John susurró Jay Kalam débilmente, con voz ahogada, pero sin dejarse
vencer por el pánico . Escápate tú mientras puedas.
Él siguió aserrando y cortando en silencio.
De pronto el líquido chorreante se enrojeció. Comprendió que era la sangre de Jay
Kalam.
El cable purpúreo se contrajo espasmódicamente, con fuerza agónica.
Demasiado... tarde... Lo lamento... John.
El pálido rostro de Jay Kalam se relajó.
Hizo un último y desesperado esfuerzo mientras una presión insoportable le vaciaba los
pulmones con un largo estertor. El cable viviente quedó cortado. Ambos cayeron.
Cuando John Star volvió en sí, habían salido de la jungla.
Yacía boca arriba, en un pequeño claro cubierto por una hierba suave, de hojas
delicadas, de un color azul brillante y metálico. Abajo alcanzó a ver, por encima de la
selva de espinas negras, el océano aceitoso, amarillo, como un desierto de oro refulgente
iluminado por el sol.
Sobre sus cabezas se levantaban las cordilleras de montañas negras. Vastos terrenos
en declive sembrados de peñascos titánicos. Precipicios desnudos, escabrosos. Barreras
de picos detrás de barreras de sombras, picos ciclópeos cuyas cumbres melladas
aserraban con sus bordes oscuros, el cielo rojo y lúgubre.
Jay Kalam yacía junto a él sobre la hierba azul, todavía sin conocimiento. Hal Samdu y
Giles Habibula estaban atareados junto a una pequeña fogata, a orillas de un pequeño
torrente que atravesaba el prado. Incrédulo, captó el olor de carne asada.
¿Qué sucedió? preguntó, y se incorporó con dificultad, sintiendo los miembros
doloridos. Las heridas de las espinas se habían inflamado.
¡Ah! ¿Has despertado al fin, muchacho? exclamó con alegría Giles Habibula .
Bien, muchacho, Hal y el pobre viejo Giles os sacaron a los dos de la endemoniada selva,
después de que cayeron envueltos en el extremo de ese vil tentáculo. El trayecto no fue
muy largo. Aquí, en el valle, Hal le arrojó la lanza a un animalito que pastaba en el prado
azul, y yo saqué chispas de las piedras para encender fuego. Ésa es la historia,
muchacho. Pero tenemos que escalar estas endemoniadas montañas, cuando tú y Jay
estéis repuestos, y sólo la vida sabe qué terrores espantosos nos aguardan allí. Si esa
pérfida cuerda purpúrea es un ejemplo... ¡Ay de mí, muchacho! Esta vida es demasiado
dura para un pobre viejo débil como Giles Habibula, que merece estar sentado en alguna
parte, en una bendita mecedora, con un sorbo de vino para hacerle olvidar a su tierno
corazón la pena que le agobia.
Miró con sus ojos saltones el bulto que le deformaba el bolsillo.
¡Ah, sí! Tengo una endemoniada botella. Pero debemos reservarla para la hora de
mayor necesidad... Vendrá pronto, la vida lo sabe, porque nos espera un continente
poblado de horrores.
Cuando Jay Kalam y John Star estuvieron repuestos, empezaron a escalar la barrera
montañosa. Sobre desprendimientos de colosales peñascos negros, trepando por cuestas
desnudas y escarpadas, cruzaron una cadena montañosa tras otra, siempre para
encontrar de nuevo una cordillera aún más salvaje, más escabrosa.
El descomunal sol rojo, que era su brújula, rodó lentamente a través del lóbrego cielo
escarlata, a lo largo de su extensa semana de traslación. A menudo tuvieron hambre, y a
menudo tuvieron sed, y siempre estaban mortalmente cansados. A medida que subían el
aire se volvía más enrarecido y frío, hasta que llegó un momento en que nunca tenían
calor, en que el menor esfuerzo les dejaba exhaustos.
A veces mataban animalitos que pastaban de la hierba azul, y los asaban mientras
descansaban. Bebían el agua de los torrentes helados de la montaña. Dormían un poco,
temblando bajo la luz del sol, y siempre uno de ellos montaba guardia.
Tenemos que seguir adelante les azuzaba siempre Jay Kalam . No debemos
permitir que la noche nos sorprenda aquí. Será una semana de tinieblas y frío aterrador.
No podríamos soportarlo a la intemperie.
Pero el sol ya casi había llegado al ocaso cuando escalaron la última cordillera. Se
encontraron con una enorme meseta, deshabitada hasta donde alcanzaba la vista, negra,
hostil y desolada. Sobre ella se apilaban masas de rocas oscuras marcadas por antiguos
cataclismos volcánicos. En el cielo, cada vez más en tinieblas, pendía el sol agonizante,
cuyo disco siniestro ya había sido mordido por colmillos de piedra oscura.
Si nos quedamos aquí, estamos condenados a muerte afirmó Jay Kalam .
Tenemos que seguir avanzando.
Y continuaron su avance, respirando con dificultad el aire enrarecido, cáustico;
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