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éste, que se encontraba enfermo, estaba sentado en
la cama, sin camisa y con un pañuelo grande echado
sobre los hombros, con el cual se sacaba cada dos
minutos el abundante sudor y respiraba rápidamente
y estertorando. Sus ojos, verdes, estaban turbios;
tenía la cara hinchada y roja; las pequeñas y
puntiagudas orejas le echaban fuego. La mano con
que sujetaba la taza de té temblaba violentamente, y
su humor era suave y apacible, no áspero, como de
costumbre.
-¿Por qué no me das azúcar? --preguntaba a mi
abuela, poniendo hocicos como un niño mal criado.
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-Toma el té con miel, que es más sano para ti -
respondía la abuela con afabilidad, pero
resueltamente. El, gimiendo y graznando, sorbía
vivamente el té, que abrasaba, y decía:
-¡Cuida de que no me muera!
-No te apures, que tendré los ojos bien abiertos.
-Sí, sí. Si yo me muriera ahora, sería como si no
hubiera vivido. Todo se perdería.
-No hables tanto; estate quietecito.
Permaneció un momento inmóvil con los ojos
cerrados, sobándose la fina barba y chasqueando los
oscuros labios; pero, súbitamente, prosiguió, como
si le hubieran pinchado y como si hablara consigo
mismo:
-Es preciso que Yaska y Miska se vuelvan a casar
cuanto antes. Acaso sienten cabeza con las nuevas
mujeres y los nuevos chicos. ¿Qué te parece a ti?
Y se puso a contar las muchachas de la ciudad
en que cabía pensar como niñeras. La abuela callaba
y tomaba una taza de té tras otra. Yo estaba en la
ventana y veía cómo los arreboles de la tarde se
expandían por el cielo y encendían los cristales de las
ventanas de las casas de enfrente. Había cometido
no sé qué fechoría y mi abuelo me había prohibido
que bajara al patio y al jardín. En éste revoloteaban
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los abejorros, zumbando alrededor de los tilos; un
tonelero manejaba el martillo en el cuarto de al lado,
y, en las proximidades, un afilador daba vueltas a la
piedra; detrás del jardín, en el barranco, alborotaban
los niños jugando al escondite en la tupida maleza.
Aquello me atraía con una fuerza irresistible, y la
nostalgia del atardecer invadía mi corazón.
De pronto, el abuelo sacó, no sé de dónde, un
libro nue-vecito, le dio un golpe con la palma de la
mano y me dijo jovialmente:
-¡Ea, condenado mozuelo, ven acá! ¡Siéntate
aquí, cara de calmucol ¿Ves esta figura? Se llama "a".
Di tú: a, b, c; ¿qué letra es ésta?
-¿Esa? una "b".
-Eso es. ¿Y ésta?
-Una "c".
-Eso, no. Es una "a". Sigamos: d, e, f. ¿Qué letra
es ésta?
-Una 'd' .
-Bien. ¿Y ésta?
--Una "t".
-Bien también. ¿Y ésta?
-Una "f".
La abuela, que se había alejado un momento,
entró en el cuarto.
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-Estate tranquilo, padre, no te esfuerces.
-Cállate. Precisamente, esto me distrae. Y a no
ser por ello se me ocurrirían toda clase de tonterías.
Sigue Alexei.
Puso en mi cuello su brazo, caliente y húmedo, y
por en-cima de mi hombro iba señalando con el
dedo las letras de la cartilla, que me sujetaba ante los
ojos con la otra mano. Exhalaba un olor cálido de
vinagre, sudor y cebollas asadas, que casi me quitaba
el aliento. Con su voz bronca, chillando, me metía
materialmente las letras en el oído:
-¡Cuidado: g, h, i!
Y así me hizo recorrer todo el alfabeto eslavo
eclesiástico, preguntándomelo hacia adelante, hacia
atrás y salteado, y materialmente me contagiaba su
ardor febril, tanto que rompí a sudar y berreé a grito
pelado. Esto le hizo gracia y le obligó a reírse hasta
que le acometió la tos.
-Escucha, madre, cómo ruge -dijo, agarrándose
el pecho-. ¿Por qué gritas así, tabardillo de Astracán?
-Usted también chilla -respondí yo audazmente.
Me daba gusto mirarlos a él y a mi abuela, que,
apoyando la cara en las manos, estaba sentada a la
mesa y dijo, riendo dulcemente:
-No os pongáis nerviosos los dos.
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Pero mi abuelo se explicó con toda amabilidad:
-Yo chillo porque estoy enfermo; pero tú no
tienes motivo para ello hijo mío -dijo moviendo la
sudorosa cabeza- Además -continuó, dirigiéndose a
la abuela-, la difunta Natalia se equivocaba al decir
que tiene mala memoria... Tiene, a Dios gracias una
memoria como un caballo... ¡Hala, sigamos,
hermoso!
Finalmente me echó, por broma, de la cama a
abajo.
-Basta por hoy, guarda el libro. Si mañana me
dices todo el abecedario sin ninguna falta, te regalaré
medio rublo.
Cuando yo extendía la mano hacia el libro, me
atrajo de nuevo hacia sí y me dijo tristemente:
-Tu madre te ha abandonado, pobre hijo mío. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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